Se
suele juzgar a Plauto muy a la ligera. Este Plauto es un cachondo, me parece
estar escuchando decir a alguien desde las gradas, un chico frívolo y ocioso
que escribe comedias sin más intención que la de ganarse unos dracmas
arrancando risas fáciles al populacho. Pues mire, si es usted de los que piensa
así, se equivoca de cabo a rabo.
Vaya
a sus biblioteca, desempolve el viejo tomo de teatro plautino y descubrirá, a
poco que se adentre en cualquiera de sus obras, que hay, entre las bromas,
entreveradas una profunda carga de pensamiento. De hecho, algunos expertos
afirman que la filosofía penetró en Roma a través de la Comedia antes que por
sus filósofos. Y cuando digo expertos me refiero a expertos de verdad, de esos
con gafas de culo de botella. Y no pretenderá usted llevarle la contraria a un
experto con gafas de cristales gordos.
Este
es el caso de Los gemelos, aunque todavía no vamos a entrar en harina. No
seamos egocéntricos. Sé que está usted deseando saber qué se va a encontrará
cuando del 21 al 25 de agosto se siente en las piedras del Romano a contemplar
nuestro espectáculo. Vale. Pero no todo va a ser hablar de nosotros mismos.
Deje que le dediquemos al menos un par de entradas al pobre Plauto que, después
de todo, será lo único que saque de esta función.
Desde ya le
advierto que el lenguaje de Plauto no es exquisito ni relamido, pero tampoco es
siempre soez ni ofensivo ni ceñido a un solo estrato social o a la empalagosa
jerga de los gremios. Por el contrario, su vocabulario es abundante,
inagotable. Al gañán hace hablar como gañán y al caballero con los
aderezos de su especie, cosa que si hoy nos parece de lo más común tenemos
mucho que agradecer al talento y la osadía de nuestro buen Plauto.
Cicerón dice de él que sus personajes se expresan con tal espontaneidad que a
veces es casi imposible hallar la medida de sus versos. Que era su modo de
piropearle a lo retórico, en lugar de decirle a las llanas que sus versos eran
tan naturales y propios que parecía que el personaje en vez de recitar hablaba
de corrido y como de calle.
El secreto de su comicidad no está, sin embargo, en su pulso para dibujar caracteres sino en su habilidad para producir efectos cómicos. Efectos que lograba a base de romper la ilusión escénica, creando equívocos por muy ridículos o manidos que estos fueran, haciendo burla de los provincianos y campesinos pero, sobre todo, de la vida cotidiana de la Roma de su tiempo y, en fin, aderezando sus diálogos con muchos chistes -muchos de ellos de humor grueso-, sin obviar la grosería cuando había que ser grosero y la obscenidad cuando le parecía oportuno ser obsceno.
Y lo cierto es que con este modo de escribir y de
hacer reír y de retratar las miserias humanas se hizo inmensamente popular.
Tanto, que en puridad fue el único autor de teatro verdaderamente famoso en
Roma. Las salas, es decir, los teatros de piedra y andamiaje, se atiborraban
solo con figurar su nombre en los carteles, con lo cual, como luego pasaría con
nuestro Lope de Vega, los empresarios - a los que aburre menos el dracma que el
drama y el comer que la comedia-, sustituían el nombre de los autores sin fama
por el de Plauto, llegando a circular por la posteridad hasta 130 obras con su
falsa firma. Y eso ni era justo ni hay cuerpo que las aguante. Pero así fue por
siglos, hasta que llegó Varrón, dijo hasta aquí hemos llegado, se arremangó,
sometió a análisis el legado plautino y concluyó que sólo 21 eran auténticas.
Y, entre las más auténticas, Los gemelos. Auténtica, sí, pero no original. Pero
de eso hablaremos otro día.